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Gustavo Papa 01
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14/10/2013

In memoriam...

P. Omer Koutouan Nanghuy (17 de Diciembre de 1978 - 19 de Septiembre de 2013)

Anono (barrio de Abidjan), 17 de diciembre de 1978 - Abidjan, 19 de septiembre de 2013

Homilía en la celebración de las Obsequias del P. Omer por el P. Sylvain Dansou Hounkpatin, superior de la comunidad de Adiapodoumé.

La vida del sacerdote es una invitación a la Esperanza. Esperanza en Cristo que él anuncia como el Dios que entra en nuestras vidas para darle un sentido, su verdadero sentido. Esperanza del encuentro decisivo con Dios que él proclama, al celebrar el misterio de Cristo resucitado.

¿Por qué extrañarnos que, en la flor de la edad, Dios invite al sacerdote mismo a la plenitud de esta esperanza?

El golpe, con el que el Señor acaba golpear a nuestra puerta, nos parece un golpe muy duro. Pero nos había avisado: “Miren que estoy a la puerta y golpeo…”. Si nos quedamos sorprendidos es porque, una vez más, el Señor nos hace tomar consciencia de que nuestros pensamientos no concuerdan con los suyos y que nuestros caminos no son sus caminos. Por eso, tenemos que enjugar nuestras lágrimas humanas, demasiado humana, tal vez, para que su humedad no apague la llama de nuestra fe. Pero, otra vez, el que quiere ser auténtico no le huye al interrogante.

Estamos delante del féretro de un sacerdote, es decir, de un hombre que escuchó el llamado de Dios, que respondió “sí”, “aquí estoy” al Señor y que consagró su vida al anuncio de la Palabra de Dios en un mundo que la necesita de manera más que urgente. Y, ni bien esta voz se hizo escuchar, el silencio de la muerte vino a apagarla bruscamente, como el viento marino que sopla sobre la llama que con mucho esfuerzo se pudo encender.

Estamos delante del féretro de un joven sacerdote cuya disponibilidad, celo, delicadeza, ardor y entrega dejaban avizorar un futuro muy prometedor. Un joven sacerdote sobre el cual nuestra familia religiosa construía tantas esperanzas y proyectos… de pronto, en algunas horas, todo eso se cae como caen los castillos de arena.

La pregunta nos brota: ¿Por qué? Dios mío ¿por qué? ¿Por qué el Señor lo permitió? ¿Por qué el Señor lo quiso? ¿Por qué el Señor lo hizo? Cada uno pone en eso la fuerza y la insistencia que le dictan el afecto, la amistad, la fraternidad… en fin, la relación con el P. Omer. Porque en él, una fuente de generosidad se secó bruscamente, una luz se apagó. Desde ahora, nada será como antes.

¿Qué lloramos? ¿A quién lloramos? ¿Por qué lloramos? ¿A quién acusamos? ¿A los hombres? ¿Qué es lo que ellos pueden contra la muerte, cuando llegó la hora inevitable? “No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma” nos dice Jesús.

¿A quién acusamos? ¿A Dios? Si es así, cuidado con acusarlo de habérnoslo dado, de haberlo llamado y revestido de esa dignidad inaudita del sacerdocio. Acusemos, en primer lugar, a Dios de haber dotado al P. Omer de esas cualidades, de esos talentos, de esas potencialidades que conquistaron nuestra simpatía, incluso nuestra admiración. Entonces nos damos cuenta de que a Dios debemos, más bien, una inmensa gratitud.

Sí; queremos decir “Gracias” a Dios. Gracias por habernos dado al P. Omer. Gracias por haberlo puesto en esta vida. Gracias por haberlo llamado a la vida divina por el Bautismo. Gracias por haberlo asociado al sacerdocio de Cristo. Gracias por habernos permitido leer, a través de su generosidad y de su entrega, lo que es el amor de Cristo por los hombres. Aunque eso no durara sino una fracción de segundo, creemos que eso pertenece a esas cosas que tienen un comienzo en el tiempo y que no tienen fin porque son como el agua viva de la que n os habla Cristo en el Evangelio. Son fuentes, fuentes que brotan hasta la vida eterna.

Sí, P. Omer, traemos tus despojos mortales delante del Señor porque creemos que tu vida no ha sido destruida; fue transformada. Sabemos, delante de este altar donde celebramos varias veces contigo el sacrificio de la pasión y de la resurrección de Cristo, que aquel que come la carne del resucitado y bebe su sangre tiene vida eterna. Fue aquí que durante los dos años de tu ministerio, pronunciaste las Palabras de vida eterna. Fue aquí que consagraste el Pan de la vida, que distribuiste ese pan, el verdadero, que da la verdadera vida. ¿Por qué debemos llorarte, ya que alcanzaste el fin para el cual diste tu vida?

El 5 de junio de 2010, aquí mismo, Omer respondía al llamado de Cristo, autenticado por el Obispo: “Aquí estoy, envíame a proclamar el Evangelio a celebrar los sacramentos, como los apóstoles”. Hoy, tres años más tarde, Omer, otra vez extendido delante de este altar, le dice a Cristo: “Recíbeme”. Y nosotros, a su lado, le pedimos al Señor: “Recíbelo, Señor, con la misma misericordia que le has prodigado a lo largo de toda su vida”.

Por eso no queremos agarrarnos a esa vida que ha pasado, que nos pareció corta, porque nuestros juicios son cortos. Pero esa vida es mucho más larga que la que Cristo pasó en la tierra para obrar nuestra salvación. Sí, no queremos agarrarnos de esta vida que tiene el aspecto de un vuelo de pájaro.

Triste noche, la del jueves 19 de setiembre, noche trágica… Un llamado por teléfono… No entendimos nada de lo que había pasado. O, más bien, acabamos por entender con más profundidad, que nuestras vidas están en las manos de Dios. Que Dios nos toma cuando quiere, donde quiere, y cómo quiere. Y que, finalmente, el fin de toda oración verdaderamente cristiana es el de acoger la voluntad de Dios, aun cuando nos desorienta y nos desconcierta. ¿Cuál fue el Vía Crucis del P. Omer, desde su hospitalización en Pisam? ¿Murmuró, el también, como Cristo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Lo de que estamos seguros es que ese camino desembocó en la vida eterna.

El 17 de diciembre de 1978, nacía un niño a quien la muerte robó, de manera terrible, aquella que lo había llevado en su seno. Esa mamá tiernamente amada… Hoy el hijo descansa en el Padre, con su madre.

Queridos parientes del P. Omer, Sr. Amédée Koutouan, sabemos lo que usted es para el P. Omer y lo que él es para usted. Que el mismo Señor enjugue sus lágrimas. Que el recuerdo de su hijo permanezca vivo entre ustedes.

Para terminar, retomo para ti, P. Omer, lo que te decía el 12 de octubre pasado, en el momento en que, con toda la comunidad parroquial, te enviamos a recorrer una parte del itinerario de este año de formación en Mater Christi en Bobo Dioulasso:

“Hoy la comunidad parroquial da gracias a Dios por los dos años de fructuoso ministerio de nuestro hermano Omer, indicándole, al mismo tiempo, el camino por el cual vivir intensamente la nueva misión a él confiada por la Congregación y en el nombre del Señor…

Hermano Omer, la consagración de tu vida a Dios para siempre es como un matrimonio. Es la ofrenda total de tu vida a los asuntos de Dios. Aquí también la fidelidad es una exigencia. De tu parte, después de dos años de presencia en la comunidad de Adiapodoumé, en la parroquia San Bernard como Párroco in solidum, continuar caminando con Cristo implica la aceptación de abandonarnos hacia nuevos horizontes.

Sabemos que nosotros, comunidad de Betharram y los parroquianos, no podemos dejar de sentir oprimido el corazón. Pero tú lo haces, tú aceptas partir, con la convicción profunda de que, ya que es voluntad de Dios, este cambio no puede sino ser fecundo para nosotros (Religiosos de Betharram, parroquianos de San Bernard), como para ti.

En el momento en que dejas momentáneamente Adiapodoumé, tu Anono… le doy gracias a Dios que te ha encargado de ser, entre nosotros, sacramento de la presencia de Cristo.

Entre nosotros y de todo corazón, has intentado compartir tu adhesión a Cristo y testimoniarla de la mejor manera posible.

Tú contribuiste a hacernos descubrir y profundizar cómo Cristo se nos entrega hasta el extremo. Fuiste bastante abierto, bastante firme como para empujarnos a determinarnos más a elegir la vida. Nos has dado el sentido y el gusto de la Eucaristía cotidiana, dominical, para alimentar el vínculo vital con Cristo que nos ama infinitamente.

Que el Espíritu del Padre y del Hijo que nos reúne en un solo cuerpo nos haga crecer en la comunión fraterna. Que nos lleve a hacer de nuestras existencias, vidas entregadas por amor”.

Nuestros corazones sangran, pero nuestra esperanza no decae. Está de pie, delante del amor del Señor. Él sólo sabe enjugar las lágrimas. Él sólo hace que sembremos entre lágrimas para que podamos cosechar cantando.

Es en esta espera que pedimos al Señor que reciba a Omer, sacerdote de Jesucristo, Heraldo de su Palabra y testigo de su amor, en el gozo que reserva a sus fieles servidores.

Que María, Mater Christi, Madre de Cristo, aquella cerca de la cual viviste este año de formación te reciba con su Hijo para compartir desde ahora la felicidad eterna.
Adiós, Omer, y que podamos reencontrarnos un día, si Dios quiere, en Dios, nuestro Padre. Amén.

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