In memoriam...

Bérenx (Francia), 17 de Junio de 1923 - Bétharram, 19 de Marzo de 2015

Homilía de funeral del P. Jean Laclau,SCJ
Bétharram, 21 de marzo de 2015

(Sb 2, 23 ; 3, 1-6.9 | Jn 15,1-8 ) Este Evangelio venía como anillo al dedo, me parece, para alguien que fue 30 años párroco de Saint-Estèphe. Había hecho del arte del vino, si no el arte divino, por lo menos el arte de vivir: una fiesta para abrir los sentidos y para compartir la amistad.

Peor para aquellos que se reían de sus rituales domésticos (la copa de vino, la costilla al sarmiento, la buena elección alimentos y palabras). A pesar de distinguirlos, en la conversación, no quería separar ternura de cariño, dulzura de fe, dulzura de esperanza y caridad, y las pequeñas dulzuras de la vida, dulzuras cotidianas, tan modestas como preciosas.

En mi última visita, cuando trataba inútilmente de recordar el lema que le gustaba y que celebraba sus orígenes, me repitió de un soplo, con unos ojos inmensos: “Te equivocas. Hay que decir: Orthez la linda, dulzura y gozo, fina gastronomía”. Parece una tomadura de pelo, pero era su manera de despedirse, sin que él pareciera sospecharlo, sin hacer pesar su sufrimiento sobre los demás…

EL P. Laclau no era un ingenuo, sino un modesto de verdad, un estilista a su manera. No perdía tiempo para justificar su amor por la vida, la gente; estaba demasiado ocupado en saborear las pequeñas alegrías, demasiado ávido de música y de sabores. En cuanto uno se acercaba, su mirada se iluminaba, chispeaba. Te saludaba con un : “Adi gouyat” en el que se concentraba toda la alegría de un sacerdote del Sagrado Corazón. En toda circunstancia, tenía la elegancia de hacer lo mejor posible sin tomarse en serio. En su compañía se entendía mejor por qué humor comienza como humildad y termina con amor.

Esta filosofía de la existencia, esta finura de la inteligencia, le convenía perfectamente al profesor de filosofía, con sabio talento humano en sus vericuetos y en sus entusiasmos. Después de Betharram y de Ozanam, después de Foucauld donde fue tan feliz, a pesar de haberse retirado de la enseñanza, seguía siendo pedagogo y pastor. Aún aislado, aún separado de la comunidad, seguía siendo fraterno, era religioso, en el sentido etimológico del término “el que re-liga”. Sí, el P. Laclau era naturalmente, sobrenaturalmente dotado para ligar la tierra y el cielo, la razón y la oración, el cuerpo y el alma, y los corazones entre si.

A este título y en este momento, el P. Laclau es exactamente aquel del que habla el libro de la sabiduría: “porque tienen su confianza en el Señor, contemplarán la verdad; porque fueron fieles permanecerán en su amor. Porque Dios concede a sus elegidos la gracia y la misericordia”. Gracia, misericordia, amor, aquí estamos en el corazón del Evangelio.

En su predicación, Cristo usaba frecuentemente imágenes de crecimiento, parábolas que evocaban la naturaleza, el grano que se siembra y que crece de día como de noche. Aquí, con la vid, alcanzamos el punto culminante. Todo descansa en esta revelación maravillosa recogida por el discípulo amado: lo que une a Jesús con el discípulo es de la misma substancia de lo que lo une al Padre. Es la misma corriente vital, la misma savia, el mismo amor. Es el mismo Espíritu.

El sarmiento no puede vivir sin la vid. Sin ese vínculo, está muerto. Así, el discípulo no vive sino apegado, profundamente, a Cristo. Sin él, no podemos hacer nada. Injertados en la cepa, todo el Cuerpo de la Iglesia se alimenta y crece. Así la vida de Dios se desarrolla lentamente en nosotros. Día tras día, misteriosa pero realmente, superando los obstáculos se irradia en flujos de eternidad.

Injertados en Cristo, nuestra existencia está llamada a crecer y a ser fecunda. Poco a poco, nos descubrimos capaces de dar frutos, frutos de justicia y paz. A condición de permanecer en él con la oración y los sacramentos. A condición de mantener esta relación única en la que nos sabemos conocidos y amados, en la que nos sentimos impulsados a amar, de nuestra parte. A condición de aceptar ese amor incondicional entregado en cada Misa. A condición de vivirlo y de tratar que otros lo vivan.

Es imposible nombrar a todos esos otros con quienes nos ha reunido. Componen nuestra asamblea: parientes, hermanos, fieles girondinos, amigos de Casablanca, de Pau y de otras partes, sin olvidar a los beneficiarios de esos descuentos de purgatorio, más o menos generosos por un servicio una palabra amable, un placer que se goza. Yo tampoco voy a resistirme al placer de un último cuento.

El P. Laclau, lo veo como si fuera ayer, envuelto en su guardapolvo imposible de usar, las manos a la espalda, paseaba su aburrimiento a lo largo del claustro de San Miguel o de los corredores de la Maison Neuve. Lo habían arrancado (los superiores) de la querida parroquia del Médoc y no podía creerlo, aunque no se engañaba: a sus más de 80 años, la función de cura era, como su chaqueta, demasiado grande y pesada para él.

“No me importa” repetía a los que querían escucharlo. Eso quería decir: “Tengo ganas de estar un rato contigo. ¿Vas a volver?. Cerca del final, en esa cama en la que estaba confinado hasta el final, juntaba sus últimas fuerzas para murmurar: Me aburro. Había que entender: Me voy apagando en esta existencia. ¿Quién va a apagar mi sed de plenitud? ¿Quién me quitará el gusto de la Vida? ¡Cómo deseo ver las viñas del Señor…!

Ya está allí, querido Padre y sólo podemos alegrarnos de los frutos que usted dio. Maduros, pasados por la prensa del dolor, vertidos en la copa de la Alianza, manifestados a plena luz, se ofrecen en usted, por usted, para la gloria del Padre.

Jean-Luc MORIN,scj