Escuchando a San Miguel
En el departamento de Haute Loire, acababa de ser condenado a muerte, por incendiario, un padre de familia llamado Sauzet. Al enterarse de su condena, este hombre que, hasta el momento, había demostrado sentimientos religiosos poco decididos, cambió de golpe; una fuerte contrición quebró su alma, su corazón se encendió de amor divino, y sus últimos momentos fueron los de otro buen ladrón. Demasiada felicidad, decía, demasiada felicidad, ¡oh Dios mío! Esta muerte es demasiado serena para mí que merecí un millón de veces el infierno. ¡Oh! tendría que sufrir mil muertes, tendría que ser despedazado por mis pecados. Con estos sentimientos, sin embargo, agregaba? Oh, Padre (le hablaba al capellán) me voy con paso firme al cielo. Dentro de un momento voy a ver a Dios cara a cara. […]
Al llegar al estrado, después de recorrer doscientos pasos, el capellán le dijo: Amigo, abríguese, usted tiene frío. - ¡No, Padre, no tengo frío! y puso su mano en el corazón.
[…] El Padre Superior había leído la víspera el relato de esta muerte, y había propuesto a las religiosas de Igon esa meditación sobre los buenos sentimientos del desgraciado condenado.
Llevan en sí, decía admirado, el carácter de la verdadera santidad. Es una alegría inefable, la que siente; su confianza en Dios no tiene límites. (…) Sin embargo, esta confianza en la misericordia de Dios era mitigada por un nueve miedo y la consciencia de su indignidad.
(Del Cuaderno Cachica, n. 8)
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