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Gustavo India
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14/02/2015

La Palabra del Superior General

Discípulos misioneros del Corazón de Jesús (3)

Jesús cura el emorroissa, mosaico de la Catedral de Monreale (Sicilia), 1189

La misión de Jesús no terminó con su muerte, ni con su ascensión a los cielos. Aquellos hombres fascinados por su manera de ser, de actuar y de hablar se hicieron sus discípulos. Viveron la experiencia de su muerte y de su resurrección y el don del Espíritu Santo que los transformó, dio una nueva orientación a sus vidas, los contagio de su impulso generoso haciéndolos Iglesia. A estos dicípulos así formados por la vida, les encarga prolongar su misma misión a lo largo de la historia: Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes (Jn. 20, 21). Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo (Mt. 28, 19-20).

Nuestros padres del XIX Capítulo general de 1969, el de la reforma que pedía el Concilio, celebrado en Betharram, tuvieron la inspiración y la sabiduría de expresar en la RdV., como nunca se había hecho, el carisma de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús:

  • la espiritualidad para ser discípulos: reproducir y manifestar el impulso generoso del Corazón de Jesús, el Verbo Encarnado, que dice a su Padre: “Ecce venio” y se entrega a todos sus designios para la redención de los hombres (RdV. 2);
  • la misión para ser misioneros: la prolongación del impulso del Verbo Encarnado que dice a su Padre: “Aquí estoy”, para la salvación de los hombres (RdV. 13 y 9). No se puede ser misioneros sin ser discípulos, pero tampoco se puede ser discípulos sin ser misioneros.

Nuestra misión de religiosos del Sagrado Corazón consiste en prolongar, dar continuidad al impulso generoso del Verbo Encarnado, que se ofrece a su Padre para cumplir su voluntad de salvación (RdV. 9) Unidos a Jesús, nosotros, religiosos y laicos de Betharram, nos ofrecemos al Padre para realizar esa voluntad de salvación que consiste en revelar a los hombres de nuestro tiempo la ternura y la misericordia, el rostro amante de Dios-Padre. (RdV. 9)

De lo que se trata es de hacer conocer a los hombres de nuestro tiempo la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret, pues sólo conociéndolo a él, se conoce al Padre y cuánto el Padre ama a cada persona. Siguiendo al Verbo Encarnado que “el Padre consagró y envió al mundo” (Jn 10, 36), también nosotros somos consagrados y enviados para ser, en el mundo, con toda nuestra vida de religiosos, signo y anuncio de Jesucristo (RdV. 13)

La fidelidad cotidiana a los grandes y pequeños servicios exigidos por la situación en la que vivimos nuestra vocación y nuestra misión produce un testimonio que provoca en algunos la pregunta irresistible ¿y éste por qué es así?, de la que hablaba Paulo VI en EN 21. Sin esos servicios que expresan la fidelidad no hay testimonio. El testimonio es justamente la significatividad de lo que vivimos. Pero, el testimonio no es suficiente para un misionero, tiene que dar razón de lo que vive con humildad, mansedumbre y parresía, hasta llegar a decir: “yo soy así porque conocí a Jesús y me cambió la vida. También a ti te la puede cambiar si llegas a conocerlo”. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios (E.N. 22).

El modo de realizar la misión hace parte de la misión misma. Como Jesús en la encarnación, salimos al encuentro de las personas no para condenarlas, ni para hacernos enemigos, sino para atraerlas al conocimiento y el seguimiento de Jesús. Y esto se consigue sólo con humildad, entrega, mansedumbre, ternura y misericordia. La ternura… es necesaria tanto para nuestra vida interior y nuestra relación con Dios así como en nuestra vida exterior y nuestra relación con los hombres (RdV. 10; MS. 200). Tengo grabado en mi corazón el testimonio de tantos humildes betharramitas que se caracterizaban en el ministerio de la confesión por esa ternura y compasión, que se percibía en la alegría y la paz que mostraban después de la confesión las personas que se confesaban con ellos y en el afecto que éstas profesaban a esos santos sacerdotes.

En el encuentro misionero no se trata de presentarnos como maestros que saben mucho de religión. Se trata sólo de narrar nuestro testimonio para provocar, crear el ambiente y facilitar que aquél con quien hacemos el diálogo misionero, deje aflorar esa presencia misteriosa que ya lo habita. El Espíritu intenta manifestar el nombre y el rostro de Jesús “en lo íntimo de los corazones”, donde mantiene “como una fermentación incesante”. Nuestra misión consiste en desvelar ese rostro de Dios, con el testimonio de nuestra vida y el anuncio de la Palabra (cf. RdV.15).

Otra característica del misionero es la alegría, que le viene de la experiencia de haber sido consolado y de haber encontrado sentido a todo al encontrarse con Jesús: a la vida y a la muerte, al éxito y a los fracasos, al sufrimiento y a la fiesta. Como el Papa Francisco, lo señalaba San Miguel Garicoits: los Padres de Betharram se han sentido arrastrados a consagradse por entero, mediante los votos, a la imitación de Jesús, anonadado y obediente (vocación, discipulado) y a la tarea de lograr para los demás una dicha semejante ( misión, misionariedad) (Manifiesto ).

La RdV. expresa bien esa alegría misionera, que se hace testimonio y provoca en los demás el deseo de ser felices como nosotros. Cada día, la palabra del Verbo Encarnado: “Padre, aquí estoy”, motiva nuestra vocación y da impulso a nuestra misión para arrastrar al Pueblo de Dios en su camino hacia el Padre. Felices de vivir como testigos de Jesucristo, razón de ser de nuestra felicidad, nos dedicamos “con todo nuestro ser, a procurar a los demás la misma felicidad” (RdV. 11). No podemos perder de vista que la esencia de la misión es la caridad pastoral, como nos recuerda Juan Pablo II: El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente…” (PDV. 23).

Gaspar Fernández Pérez, scj
Superior General

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