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Sessione 3
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13/12/2014

La Palabra del Superior General

Jesús, el Hijo predilecto y el enviado del Padre

La Palabra del Superior General

Cuando San Miguel Garicoits nos habla de Jesús, nos presenta una persona viva, dinámica, movida por un “impulso generoso” que la lleva siempre adelante. Siempre “en salida” diría el Papa Francisco. Este Jesús siempre en movilidad que nos presenta San Miguel Garicoits no es una ingenuidad. Es el fruto de mucha oración y contemplación de la persona de Jesús en el Evangelio. Esa movilidad es una de las características de la encarnación. Y la encarnación es movilizarse, pasar de una situación (“posición”), “su condición divina… su categoría de Dios”, a otra, “la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”:

Al entrar en el mundo… ¡Aquí estoy, vengo para cumplir tu voluntad, Dios mío!… Comenzó su carrera… (Manifiesto) El Niño-Dios nos traza el camino, se lanza, corre, va siempre adelante… (DS. 107). Jesús es como el sol que cada mañana sale como un esposo de su alcoba, contento como un héroe a recorrer su camino (Sal. 18; DS. 42). ¡Qué salto! Del seno del Padre al de María y de este a un pesebre! (DS. 43). El impulso generoso del Corazón de Jesús, el Verbo encarnado… (RdV. 2).

El Jesús que nos transmite San Miguel Garicoits está casi siempre en movimiento. Es un Jesús misionero que sale de la morada gloriosa de la Trinidad para hacerse hombre, pudiendo así acercarse a todos los hombres heridos por la vida, sobre todo por las relaciones humanas, de las que él mismo será víctima. Es el espectáculo admirable de la encarnación.

En el Evangelio de Juan, Jesús se presenta a sí mismo como el Hijo predilecto y el enviado (misionero) del Padre. Y la Palabra se hizo carne 
y habitó entre nosotros. 
Y nosotros hemos visto su gloria, 
la gloria que recibe del Padre como Hijo único, 
lleno de gracia y de verdad. (Jn.1, 14). Nadie ha visto jamás a Dios; 
el que lo ha revelado es el Hijo único, 
que está en el seno del Padre (Jn. 1, 18). Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn. 3, 16-17). En el enfrentamiento verbal entre Jesús y los Judíos en los capítulos 5, 6, 7, 9, 11, Jesús utiliza permanentemente la expresión “el que me envió”, con quien se siente vitalmente unido, que lo acompaña y no lo deja nunca solo y cuya misión trata de llevar adelante.

En los sinópticos es admirable ver a Jesús constantemente en movimiento: Antes de nacer es llevado en el seno de María al encuentro de Isabel y su presencia salvadora produce el fruto de la alegría en Juan Bautista, en el seno de Isabel. Jesús misionero desde el seno de María. También lo llevará en su seno de Nazaret a Belén. Como niño, Jesús es llevado al templo, a Egipto, a Nazaret, como peregrino a Jerusalén, donde se mostrará libre para cumplir la misión del Padre.

Los sinópticos lo presentan también como un maestro itinerante que recorre los pueblos y las aldeas anunciando el evangelio del reino. Es un Maestro que camina delante y a quien siguen discípulos y discípulas: “¡Retírate, ve detrás de mí...!”(Mc. 8, 33). Seguir a Jesús es poner los pies en las huellas que va dejando en el camino. Juan dirá que Jesús es el camino. Lucas dice que “cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente (endureciendo el rostro) hacia Jerusalén”(Lc. 9, 51). Sube a la montaña para transfigurarse. Sube a la barca para hablarle mejor a la gente o para pasar a la otra orilla del lago…

Este dinamismo e itinerancia se puede contemplar también en las parábolas: El sembrador sale a sembrar… El dueño de la viña sale a diferentes horas del día a buscar jornaleros… El buen samaritano pasa y se acerca al hombre medio muerto que bajaba de Jerusalén a Jericó… El pastor va a buscar a la oveja perdida hasta encontrarla… La mujer que perdió una dracma… barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla. El padre bueno corre a encontrar al hijo pródigo para abrazarlo y besarlo y sale de la fiesta a rogar al hijo mayor para que entre… El hombre que encuentra el tesoro o la perla va y vende todo lo que tenía para comprarlos…

Juan lo presenta sentado junto al pozo de Jacob, a mediodía, cansado del camino. Aparece sentado en la última cena, cuando es invitado a comer a casa de Simón el fariseo, con publicanos y pecadores, en Betania con Marta y María, cuando enseña el Sermón de la montaña.

La pasión es el primer viacrucis: Deja el cenáculo para ir a rezar a Getsemaní. Allí es arrestado y llevado a casa de Caifás, de allí a casa de Pilato, a casa de Herodes, de nuevo a casa de Pilato, de donde los judíos lo conducen al Gólgota, llevando su cruz, en la que será clavado y levantado.

El Jesús itinerante y misionero del evangelio es “Jesús anonadado y obediente” que no se detiene hasta que todo esté consumado, hasta que sea levantado en alto, clavado en la cruz.

Pero, también lo contemplamos misionero en la resurrección, sale al encuentro de los suyos: de María, de las mujeres, de los apóstoles al cenáculo, en el lago de Galilea cuando van a pescar, caminando con los dos discípulos de Emaús. Hasta que sube al cielo.

Al contemplar a Jesús con este dinamismo itinerante y misionero, admiro su soltura, su obediencia, su libertad interior y exterior para responder “a lo único necesario”: complacer en todo al Padre, que tanto lo ama y que está preocupado por la felicidad de todos los hombres. Ese es “el secreto resorte” que lo impulsa a ir siempre adelante: la voluntad amorosa del Padre.

Detenerse sería la tentación de pensar en sí mismo en vez de vivir para agradar al Padre y servir a los hombres. Las tentaciones son precisamente la propuesta de una solución rápida que le da una gratificación aparente, pero que le quita esa soltura, esa libertad, esa alegría, esa movilidad, esa itinerancia, esa misionariedad que le permite encontrar la voluntad amorosa del Padre en situaciones siempre nuevas y a veces sorprendentes. Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: “Todos te andan buscando”. El les respondió: “Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido”. Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios. (Mc. 1, 35-39)

Gaspar Fernández Pérez, scj
Superior General

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