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14/04/2014

La Palabra del Superior General

Insultado, no devolvía el insulto

El cántico de las segundas vísperas de los domingos de Cuaresma es 1Pe. 2, 21-24; en vez del cántico de las bodas del cordero del Apocalipsis: Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas. El no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca. Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente. El llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados.

Jesús manso asume nuestro pecado en medio de su humillación, y no se desvía de su fidelidad al Padre. La mansedumbre de Jesús es una de sus cualidades más originales. El mismo había dicho: Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y así encontrarán alivio (Mt. 11, 29).

Jesús es manso porque no es violento, ni agresivo. Porque, ante la injuria, no entra en el movimiento de venganza, que normalmente sale del corazón. Al contrario, acepta la humillación que lo hace parecer un perdedor. En definitiva, esto es perdonar: aceptar perder para romper la espiral de la violencia. Porque el mal si se combate con mal, se agranda; el mal se vence sólo a fuerza de bien. En la convivencia diaria todos somos unas veces verdugos y otras víctimas. Buscar siempre y a toda costa tener razón no siempre ayuda a una convivencia fraterna y pacifica. Si actuamos protegiendo siempre nuestros derechos, la vida se convierte en un infierno porque nos cerramos sobre nosotros mismos y perjudicamos a los demás. Es necesario que alguien esté dispuesto a romper la espiral de la violencia, dispuesto a perder, renunciando incluso a sus derechos.

Justamente, algunos piensan que perdonar es olvidar y como se dan cuenta que no pueden olvidar dicen, que es imposible perdonar. Olvidar una injuria personal es imposible. Perdonar es algo más grande, y más difícil, que olvidar. Sin olvidar, perdonar es ser capaz de no cerrarse en la herida de la humillación, superándola renunciando a la venganza de devolver el mal a quien nos ha ofendido y deseando para él el verdadero bien. Esto es amar al enemigo, como nos pide Jesús en el sermón de la montaña: Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos (Mt. 5, 43-45).

El Padre de los dos hijos de la parábola es también manso, pierde de sus derechos por respetar la dignidad de sus dos hijos, que no lo respetan a él en su paternidad (Lc. 15, 11 ss.), en vez de cerrarse sobre su dolor y aniquilarlos. «Por ello [Santo Tomás de Aquino] explica que, en cuento al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: “En sí misma la misericordia es la más grande de la virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros, y más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior y por eso se tiene com propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo máximo.”» (Evangelii Gaudium 37, note 41).

El que se pliega a la voluntad del Padre es el que puede ser luego manso con el hermano. Se presenta ante el Señor sin buscar privilegios. El manso se presenta también, ante los demás desarmado, privado de toda defensa, vulnerable. No como quien magnifica sus derechos, sino como quien está dispuesto a ceder. Esta capacidad de ceder manifiesta una energía desconocida y misteriosamente eficaz: La de cargar con el peso del hermano, de lavarle los pies, de estar dispuesto a hacer los servicios oscuros que otros rechazan. Hay un servicio, en particular, propio del manso: el de evocar en el otro lo que tiene de bueno (Fil. 2, 3 ; Rm. 12, 19), aun cuando éste se manifieste arrogante y hostil, y la esperanza de que pueda ser mejor parezca una luz o posibilidad muy pequeña. El manso no hace fuerza para que caiga el que está debilitado por su propia violencia, aun cuando eso signifique para él sufrir consecuencias negativas, tragarse un bocado amargo, tener paciencia y proceder, morder el suelo, a pesar de todo, con bondad tenaz. La mansedumbre es la actitud fundamental para un diálogo sereno.

Esto requiere discernimiento para saber hablar y saber callar. Jesús a veces calla y otras habla, como podemos contemplarlo en la pasión. Hablar no es siempre oportuno, tampoco callar. Hay que hablar y callar por fidelidad a la verdad y al amor, que consiste en querer y buscar el bien del otro, no sólo el mío. No puedo decir la verdad para humillar al otro. Hablar cuando no soy dueño de mí mismo o cuando el otro no está en condiciones de escuchar sería quemar la verdad, usarla para mis intereses. Callar cuando estoy en condiciones de hablar y el otro de escuchar, es ser cobarde y privar al hermano de un bien que sólo le puede llegar a través de mi palabra. En este caso hay que hablar ateniéndose a todas las consecuencias que pueden desprenderse de esa decisión si el otro no reconoce lo que yo le he dicho. Por una incomprensión así, Jesús fue perseguido, condenado y crucificado. Pero la verdad es soberana, no se puede anular y se impone por sí misma cuando el Padre resucita a Jesús de entre los muertos.

Jesús, manso y humilde de corazón, se muestra también agresivo en el Evangelio: Cuando expulsa a los mercaderes del templo (Jn. 2, 13-17 pp.), cuando desenmascara la hipocresía a los fariseos (Mt. 23, 1-36), en esta expresión: «Entonces (Jesús), dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: “Extiende tu mano”.» (Mc. 3, 1-5).

El discípulo manso y humilde, como su Maestro, no es el profeta que humilla y avergüenza, pero sabe también actuar con firmeza y franqueza cuando es necesario, despreocupado de los resultados inmediatos, sin calcular quedar bien y proponiendo siempre a cualquier violencia la dulce energía de la mansedumbre.

San Miguel Garicoits dice que la mansedumbre es la característica original del espíritu de Nuestro Señor que lo distingue precisamente del espíritu de Elías y de Juan Bautista, caracterizado por el rigor, la exigencia, la condena, el castigo. San Juan Bautista tenía un espíritu de rigor para corregir severamente a los pecadores; nuestro Señor tenía un espíritu de mansedumbre, de humildad y de entrega, no para castigar y confundir, sino para atraerlos a la penitencia y a su imitación (M. 323, Un Maître spirituel du XIX siècle, pag. 351). El Papa Francisco, citando a Benedicto XVI, dice que la Iglesia no crece por proselitismo, sino “por atracción”( EG. 14).

Nuestra RdV. en su art. 9, expresa muy bien cómo la mansedumbre es parte del estilo de la misión de los betharramitas: “Su misión consiste en prolongar el acto del Corazón de Jesús, el Verbo encarnado, que se ofrece a au Padre para cumplir su voluntad de salvación: revelar a los hombres de nuestro tiempo la ternura y la misericordia, el rostro amoroso de Dios-Padre.”

Gaspar Fernández Pérez, scj

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