Palabra del Superior General
El Niño del pesebre es mi Maestro
La celebración de la Navidad nos permite contemplar el gran misterio de la Encarnación que nos revela cómo el Dios-Amor se despoja de sus privilegios para hacerse servidor como cualquiera de nosotros. San Miguel Garicoits contempló profundamente ese “Dios derretido en caridad” tal como lo expresa la Carta a los Filipenses (Fil. 2, 6-8) y nos dejo su contemplación en el Manifiesto. Felizmente, nuestro Señor Jesucristo bajó hasta el barro de nuestra carne. Y el Verbo se hizo carne (Jn. 1, 14). Nos hizo no sólo espirituales, sino divinos… Eso es lo que se dignó hacer y lo que somos en nuestro Señor Jesucristo. ¡Alma, cuánto vales! Por su ejemplo nos convence de eso, por su espíritu de amor. Está en el pesebre sufriendo frío, humillación, incomodidades, repugnancias por amor nuestro. Nada mejor para inflamamos de amor por El para que seamos generosos. Todo lo puedo en aquel que me conforta (Fil. 4, 13).
La contemplación si es verdadera nos lleva a “sacar provecho” para nuestra vida. Y nuestra vida de cristianos y de consagrados consiste en ser como nuestro Maestro a quien contemplamos en su modo de vivir. Extasiarnos ante la humillación de Jesús en su encarnación nos tiene que hacer humildes y fieles en las humillaciones como era Jesús, nuestro Maestro, que vino a los suyos y no lo recibieron; al nacer, fue envuelto en pañales y reclinado en un pesebre; se arrodilló para lavar los pies a sus apóstoles; sufrió las humillaciones de una pasión inhumana. Es muy difícil llegar a ser humildes si no se pasa por experiencias de humillación, porque todos pensamos que somos los mejores hasta que la vida nos hace morder el suelo, queda en evidencia nuestra fragilidad y pasamos por el último lugar. Nuestro Señor Jesucristo nos lo dijo: hay que ponerse en el último lugar. Él mismo se puso. Si tuviéramos horror de nosotros mismos veríamos que es el que nos va mejor. No nos compararíamos con los demás. Ninguna comparación: en el último lugar, no hay más que ese lugar: ni compararse ni elegir se puede. (D.S. 175-6).
San Miguel Garicoits insiste en el anonadamiento cuando presenta la humildad del Verbo encarnado y la humildad del discípulo de Cristo. Anonadarse quiere decir: ser reducido a nada, a la nada. El Verbo encarnado es nada, no sólo en su divinidad, sino también en su humanidad.
Un hombre o una mujer no son nada por sí mismos. Ser nada… es una expresión muy dura, porque San Miguel habla de justicia: tenemos que conocer, reconocer, aceptar, confesar nuestra nada y desde ella gritar: ¡Socorro! Un hombre o una mujer valen por su relación con Dios como Padre y con los demás hombres y mujeres como hermanos. Esta es su verdad. El que se cree único, superior a los demás y como aquél de quien todo depende, es un iluso, porque cree que todo gira en torno suyo y no es verdad. Lo malo es que actuando con esa mentalidad, sin darse cuenta, se puede hacer mucho daño a los demás, impidiendo el verdadero desarrollo de las personas, la solidaridad, la convivencia y la unidad de la humanidad. Así lo explica San Miguel Garicoits: Pero en las familias cristianas, en el clero y hasta en las comunidades religiosas, ¿qué vemos, por desgracia. demasiadas veces? La preocupación Del yo, el yo, fin de las cosas y de las mejores cosas. Y, entonces, ¡cómo se rebaja, se degrada todo en sensualismo! Todo sucumbe y se envilece: la filosofía, la teología, los caracteres y los ministerios más nobles. Sólo nos vemos a nosotros mismos, pensamos en nosotros mismos, y de ahí todas esas preocupaciones terrestres en que se pierde la gente del mundo. ¡Qué pérdida de tiempo! ¡Qué monstruosidad y que escándalo también! Ponemos al hombre en vez de Dios; nos materializamos, nos humanizamos en vez de divinizamos, en vez de ser unos para otros imágenes de nuestro Señor Jesucristo que refiere todo al Padre, para que, viéndonos unos a otros, descubramos a Dios para glorificarlo (DS.83, MS.145).
El discípulo tiene que ser humilde como su Maestro Jesús. Un Maestro que enseñó la humildad del grano de trigo caído en tierra, de la levadura, del tesoro y la perla, del último lugar, de los humillados que serán enaltecidos. Sólo la humildad nos capacita para ser servidores porque nos hace sensibles a las necesidades de los demás y nos mueve a salir de nosotros mismos para dedicarnos a ayudarles a buscar y conseguir el bien que necesitan.
Así describe San Miguel Garicoits al discípulo humilde de Jesús : A todos les encanta encontrarse con un hombre que no se hace notar, que nos se muestra más que por fuerza y a disgusto, con mucha discreción, reserva, caridad, paciencia, evitando sobre todo de ocuparse de lo que no le incumben. Un espíritu contrario, deseoso de meterse sin misión, sin gracia de estado, hasta sin reflexión, dispuesto a controlar y a criticarlo todo, pasando por alto, no digo sólo las leyes de la mansedumbre y de la caridad cristianas, sino también la más adecuada simple educación: éste es el obstáculo para poder establecer las mejores obras y lo que tira por tierra las fundaciones más importantes.
Ante el Dios anonadado del pesebre pidamos el don de ser humildes con este pequeño salmo 131 :
Mi corazón no se ha ensoberbecido, Señor, ni mis ojos se han vuelto altaneros. No he pretendido grandes cosas ni he tenido aspiraciones desmedidas. No, yo aplaco y modero mis deseos: como un niño tranquilo en brazos de su madre, así está mi alma dentro de mí. Espere Israel en el Señor, desde ahora y para siempre.
Gaspar Fernández Pérez, scj
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