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Calamuchita 1
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14/07/2017

In memoriam...

Padre André Gillet scj

In memoriam...

 

1° de Marzo de 1914, (Capbreton, Francia) - 29 de Junio de 2017 (Bétharram)

¿Cómo presentar al P. André Gillet? Era sacerdote, sacerdote religioso, religioso del Sagrado Corazón de Jesús.

Bétharram le interesaba muchísimo, pero sobre todo, era para él una fuente a donde volvía reiteradamente a beber: a Nuestra Señora, la Cruz, San Miguel, el Sagrado Corazón… Desde hace algunos años, ya no podía más andar como lo habría querido. Esto le pesaba. Ya no estaba “tan joven”, ya que, como se suele decir, “había nacido antes de la guerra”… Sí, incluso, “¡antes de la primera guerra mundial! “ Había sido un primero de marzo, en Capbreton (Francia).

Llegó al sacerdocio a los 23 años, fue ordenado en Tierra Santa el 11 de julio de 1937: 80 años, más o menos, de ministerio. ¡Desde entonces, se había sumergido más de 30 000 veces en el ministerio de la Misa! Encontraba allí otra fuente.

Primero asumió como profesor: en Bazas, Bétharram, Limoges; le pidieron, muy pronto, encargarse del economato. ¡En el Padre André, la buena voluntad era siempre lo primero lo impulsaba… muy lejos, ¡demasiado lejos! No conseguíamos seguirlo!

El Padre André solía ser un hombre de acogida; los visitantes estaban felices de verse recibidos de esa manera en la puerta… inclusive cuando atendía el teléfono - La central estaba en su cuarto -: “¡Allo! Bétharram, buenos días“, siempre con la misma entonación tan amable.

Como religioso, vivía y predicaba “la Espiritualidad del momento”. (Para él, “el momento” parecía significar la entrada al Reino… ¡Justamente! Vivir el día de su muerte en el “día a día”, pero el Tiempo se reía de él: “No hay apuro, tiempo al tiempo...”.

Después, en Bel Abbès (Argelia), se entregó a las capellanías - y a otros ministerios que le abrieron diversas perspectivas: Anglet, las Siervas de María y “La Tienda del Encuentro“ que se hacía sobre la playa durante el verano, para la renovación; las Hijas de la Cruz, el movimiento carismático, el movimiento sacerdotal mariano, los grupos de oración, la dirección espiritual, las confesiones, las bendiciones (el Agua bendita purificaba los males). Para completar, el Padre, no lo olvidemos, había sido nombrado en la diócesis de Limoges, como párroco.

Pasa los días, nuevamente, a tiempo pleno en Bétharram. En ellos, el P. Gillet de madrugada se lanzaba a la subida del Calvario: ese Vía Crucis, fervoroso. Era allí, sobre todo, dónde deseaba morir, en comunión plena con su Señor en la Cruz. El Señor eligió para él otro modo, más tardío, hasta el último suspiro; sin embargo no fue cualquier día: la mañana de la Fiesta de san Pedro y san Pablo… le agregaremos la fiesta de san Andrés:
“Señor, ¿dónde vives?”, “Vengan y vean” Jn 1,38.

Gabriel Verley scj

 

(2 Tm 4,6-8.17-18 ; Mt 16,13-19)...

«Mi muy querido. Yo, por mi parte, estoy llegando al fin y el momento de mi partida llegó.» Estas palabras de San Pablo bien habrían podido ser pronunciadas por el P. André Gillet. Hacia años que esperaba esta cita. Años uniendo su ofrenda a la de Cristo en el Santo Sacrificio de la Misa. Después de muchos días de agonía, falleció la mañana del 29 de junio. Como si esperara ese día, como si la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo tuviera que coronar su existencia de religioso (85 años de profesión) y de sacerdote católico (80 años de ordenación).

« He combatido el buen combate, he acabado mi carrera, he conservado la fe, sólo me queda recibir la corona de gloria », continuaba la carta a Timoteo. El P. Gillet tenía un alma de combatiente incluso, a veces, sus rudezas y asperezas típicas. Se sentía guardián de la fe y de sus expresiones litúrgicas. Las estimaba tanto que no soportaba lo que consideraba falta de respeto o negligencia. Exigente para con él, lo era también para con los demás. Al mismo tiempo, en la confesión no separaba nunca el amor de la verdad ni la verdad del amor. Es por eso, sin duda, que tantos penitentes venían a él y que era tan asiduo a su ministerio de misericordia. Su felicidad era permitir a cada uno que recibiera la misma fuerza de la que él estaba lleno y, de esa manera, anunciar el Evangelio…

En los mismos límites de su existencia y de su personalidad, se puede entrever la pasión del apóstol, siguiendo a San Pablo y a San Pedro, igualmente apasionado por ese Nazareno que le hacía arder el corazón. En el Evangelio, y en un rincón perdido en el norte de Galilea, Jesús interroga a sus amigos: « Y ustedes ¿quién dicen que soy yo? » La respuesta de Simón, hijo de Jonás, no se hace esperar. Nadie podría esperarla de la boca de un artesano pescador. Increíble incluso para un judío imbuido de tradición, en la que el solo hecho de pronunciar el nombre de Dios sonaba a blasfemia. Él afirma, sin reserva y sin dar vueltas, frente a Jesús: « Tú eres el carpintero de Nazareth, tú, el hijo de José y de María, yo digo que tú eres el Hijo de Dios. » No un hijo de Dios entre otros, sino el Hijo único, el amado del Padre. Por primera vez, uno de los doce desvela el misterio de Cristo. Y Jesús, lejos de defenderse, confirma la profesión del apóstol atribuyéndola a una revelación de lo alto.

Simón acaba de expresar toda su fe personal. Jesús le responde con una confianza más grande aún. Comienza por cambiar su nombre para significar su nueva misión. Pedro será el fundamento del nuevo pueblo de creyentes y la garantía de su fe: « Sobre ti construiré mi Iglesia ». Después, Jesús le confía las llaves del Reino: « Todo lo que habrás atado en la tierra quedará atado en el cielo. Todo lo que habrás desatado en la tierra, quedará desatado en el Cielo. » Traducción: « tu tarea será hacer crecer la Iglesia y reconciliar a los pecadores ».

Así, la amistad con Jesús lleva al servicio. Confesar que es el Señor, compromete a seguirlo, a participar de su misión. Fue lo que hizo, a su manera, el P. Gillet, hombre del deber y de la fidelidad, apoyado en la roca de su fe, en los colegios y en la capellanías, en la parroquia como en el estilo de vida Betharramita. Pero este compromiso íntegro, viril, esta fidelidad sin faltar a la doctrina y a las rubricas, aparecen junto con una ternura en la mirada, una bondad casi materna, cuando se evocaban frente a él: el Betharram del Cielo, San Miguel y Nuestra Señora. Entonces todas las impaciencias, todas las indignaciones caían. Ya no quedaba sino su amplia sonrisa. No quedaba sino la esperanza. Entonces le indicaba con los ojos, lleno de emoción,, la estatua que le había dejado a su padre el conde d’Astagnaires : la Omnipotentia Supplex, la Súplicante todopoderosa, así como la llamaban los Padres de la Iglesia, María a quien se puede pedir todo, porque ella es Madre, nuestra Madre, y puede con su oración lo mismo que Dios puede por su poder…

Poco después de cumplidos sus 101 años, el P. Gillet me confió con una sencillez de niño: « yo no tengo nada para hacer. Estoy pasando el tiempo. Sólo tengo al buen Dios y a la Virgen Santa. Sólo puedo rezar. Es lo esencial. » Con el rostro iluminado, se puso a recitar el “Ave María”. En cada visita, el ritual era el mismo, y siempre terminaba por el saludo del Ángel. Salvo en abril pasado: encontré al P. Gillet acurrucado en su cama en posición fetal. Preparado para un nuevo nacimiento, más que nunca.

Con la ternura de María y la devoción de nuestro querido Padre, con gratitud por su rico itinerario sacerdotal, con las palabras de san Pablo a Timoteo, no nos quedan dudas: « a todos los que habrán deseado con amor su Manifestación gloriosa », el Señor los hará entrar en su Reino de paz. Y en un instante, mirando la Hostia, podremos decir como Pedro: « Tú eres el Señor, tú eres el Hijo de Dios que nos da la vida por toda la eternidad » Felices nosotros, porque ni la carne ni la sangre nos lo han revelado, sino nuestro Padre del Cielo, el Espíritu que él mismo nos dio: Cristo, nuestra salvación y nuestra resurrección.


Homilía del P. Jean-Luc Morin scj en ocasión del funeral del P. André Gillet

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